AVERGONZADO DE
MI VERGÜENZA
Cuando sentimos vergüenza, básicamente percibimos una humillante sensación de indignidad. De que algo interno muy profundo en nosotros está equivocado, de que ya de base estamos mal. Es así como perdemos la conexión con nosotros mismos, la misma que nos conecta con la energía vital que nos ha sostenido desde que nacimos.
La vergüenza nos divide por dentro, juzgando unas partes como deseables y otras como descartables, que aprenderemos a rechazar para lograr recibir el reconocimiento externo que necesitamos para sobrevivir. Y así, a través de la vergüenza, nos alejamos de nosotros, expulsándonos a una mirada externa que juzga atributos o partes propias como defectos, o incluso negando y repudiando todo lo que estamos siendo.
Este intenso sentimiento interno, que nos anula tal y como somos, no siempre estuvo ahí. Cuando llegamos no existía tal mirada de autojuicio y desprecio. Al nacer una fuerza de pura aceptación nos acompaña y empuja a entregarnos a la vida y al amor… que por aquel entonces son lo mismo, hasta que aprendemos a separarlos.
Lo aprendemos a través de nuestros adultos (como lo aprendieron también ellos a su edad) cuando nos ponen condiciones para recibir el amor que requerimos para sobrevivir.
En lugar de reafirmarnos tal y como somos, aprendemos que para merecer amor antes debemos cumplir una serie de requisitos: adaptarnos a las expectativas y normas de mamá y papá, que pronto serán también las «leyes» y los «debes» del mundo.
Es así como cubrimos nuestra naturaleza esencial de autoestima, espontaneidad, autenticidad y honestidad… olvidando el entusiasmo y la confianza original que trajimos, para sustituirlos por los temores, las dudas y las inseguridades heredados de los adultos.
UN JUICIO INTERIORIZADO
Nos avergonzamos de todo cuanto no encaja en los patrones que empezamos a aprender entonces, y la voz de juicio, castigo y recriminación externa termina siendo interiorizada como un poderoso pensamiento que nos condiciona y sabotea a diario. Hasta el punto de tener vergüenza por asumir que nos sentimos inseguros, incómodos o vulnerables.
Nos avergonzamos de nuestra vergüenza, porque aceptarla como propia significa aceptar que somos vulnerables, imperfectos e ignorantes. Porque, para vivir y desarrollarnos en este mundo, aprendimos que «debemos» ser fuertes, perfectos y saberlo todo; o, por lo menos, aparentarlo.
No es hasta que asumimos nuestra vergüenza y lo que esta protege, que descubrimos el gran regalo que guarda:
Que la mayor fortaleza está en aceptar nuestra vulnerabilidad.
Que no podemos sentirnos perfectos hasta que abracemos nuestra imperfección.
Y que reconocer nuestra ignorancia es el primer paso para saber quienes somos realmente.