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EL DOLOR
El dolor ya está en nosotros y, a pesar de nuestros esfuerzos y resistencias, lo experimentamos a través de múltiples vías. Cuando tratamos de evitar sentirlo, suele ser habitual que lo encontremos de repente en otros lugares, como en personas cercanas o situaciones inesperadas. Y es que el dolor que rechazamos dentro, terminará llegando a nosotros fuera.
UNA ÚNICA HERIDA
La primera vez que sostuve el dolor de otro hombre, me di cuenta de que su dolor era el mío.
Nuestras miradas se encontraron y apoyaron en un espacio compartido de respeto y silencio. Cuando su corazón empezó a llorar, y su emoción ascendió y se contuvo en sus ojos, mi presencia era una con él. No hice nada (ni siquiera hizo falta) salvo sostener su sentida mirada mientras él compartía sus heridas conmigo.
No se requieren palabras, tan solo el aire de la respiración entrando y saliendo, para dar espacio a esa intensidad que nos había envuelto como a un único ser. Mantener el aliento en movimiento era mi única función, mientras me abandonaba en sus ojos y me disolvía en cada una de sus lágrimas.
UNA PRESENCIA SIN JUICIOS
Uno frente al otro, sentados en el suelo con el cuerpo enhiesto, acariciando nuestras energías hermanadas por la simple decisión de estar presentes sin juicios ni voluntad de cambiar nada. Ambos manteniéndonos conscientes con el dolor y la incomodidad interna, como un espejo que, al reflejar nuestra sombra más oculta, la abraza y acoge sin tocarla.
Porque cuando afrontamos el dolor de otro sin juzgarlo… cuando permanecemos ahí presentes, al margen de ningún pensamiento que busque separarnos o distinguirnos, podemos darnos cuenta de que la herida del otro es también nuestra herida.
Que su dolor también nos pertenece a nosotros. Y que cualquier atisbo de separación es solo una coraza para protegernos y alejarnos del profundo y transformador amor que oculta cualquier dolor.
Puesto que el dolor, cuando se oculta, se vuelve más intenso y abrumador, y genera mayor temor… Mientras que al compartirse, se convierte en un amor que arrolla todas las máscaras que nos separan.
La separación y ocultación incrementan el dolor, puesto que se alimentan de la vergüenza y la culpa. Seguimos creyendo que hay «algo malo en nosotros», que deberíamos ser de otra forma, que nos somos suficientemente buenos y que los otros se darán cuenta de ello y nos rechazarán o abandonarán.
DIGNIFICAR LA EXPERIENCIA
Mientras sigamos aferrados a esa herida de indignidad, continuaremos desconectados y en lucha con nosotros mismos. Es por eso que, cuando compartimos nuestro dolor, lo estamos legitimando: lo validamos y reconocemos, y nos validamos y reconocemos a nosotros en esa experiencia de dolor que estamos viviendo.
Estamos anunciando a la vida que lo hacemos lo mejor que sabemos, que no somos perfectos, que estamos aprendiendo, y que tenemos derecho a equivocarnos…
Asumimos que nuestro dolor merece un espacio y necesita ser expresado. Y ahí es cuando nos concedemos espacio a nosotros, y nos permitimos expresar lo que sea que sentimos. Por medio de ello nos dignificamos y validamos también el momento vital que estamos viviendo.
Aceptamos, en definitiva, nuestro momento presente, por doloroso que sea. Y es a través de dicha aceptación, compartiendo lo que somos aquí y ahora más allá de juicios y vergüenzas, que podemos dar lugar al amor.
Y es que el dolor es una separación que, cuando se comparte, deviene amor.