ACOMPAÑÁNDONOS
EN LA SOLEDAD
Las experiencias de soledad son uno de los mayores temores del ser humano, hasta el punto de que a menudo nos asusta más una vejez en soledad que la misma muerte. Pero incluso la soledad sirve como puerta para la conexión y la compañía para con nosotros mismos; solo tenemos que aprender a percibir dónde reside en verdad el dolor del abandono.
Sentir soledad es un proceso. La empezamos a sentir desde que nacemos, al separarnos de mamá y desvincularnos del cordón umbilical. Cuando lloramos porque nuestras necesidades de bebé no se cubren al instante y experimentamos las primeras sensaciones de abandono. Cuando percibimos que mamá o papá priorizan atenderse, o «prefieren» a un nuevo/a hermano/a, hecho que nos empuja a descubrir la frustración de la competición.
O cuando los adultos de nuestro mundo desaparecen y nos parece que sin ellos el mundo es un lugar peligroso y vacío de amor. Cuando los primeros amigos juegan entre ellos, y tenemos la sensación de que no cuentan con nosotros. Cuando hay un cumpleaños y no nos han invitado.
Cuando sentimos que no nos ven. Cuando pensamos que se han olvidado de nosotros. Cuando nos ignoran o pasamos desapercibidos. Cuando creemos que no existimos.
ESCAPANDO DE LA SENSACIÓN
Esas primeras experiencias se repiten una vez tras otra en nuestra historia de vida; con un escenario distinto y diferentes actores, pero el papel sigue siendo el mismo. Tememos que nos deje la pareja, que nos echen o perdamos el trabajo, que los amigos no nos avisen, que… tenemos pánico de sentirnos solos. Y cada vez que eso ocurre, regresamos a nuestra infancia, y ese niño/a abandonado, ignorado o desplazado toma el control de nuestro mundo emocional.
Generalmente tratamos de evitarlo: nos convertimos en artistas del autoescapismo, maestros del constante entretenimiento o la socialización. Nos ocupamos con miles de pasatiempos y nos rodeamos de personas solo para no sentirnos solos. E incluso cuando nos imaginamos de mayores, a algunos nos aterra menos la muerte que la amenaza de vivir en soledad.
Pero, en realidad, nunca hemos estado realmente solos. Ni nunca lo estaremos, si aprendemos a acompañarnos. ¿Acompañar a quién? Nuestra mente simbólica no integra igual la idea de acompañarse a uno mismo, que hacerlo con el ser más vulnerable, indefenso y tierno que conocemos: el niño o la niña que fuimos.
NUESTRA PARTE VULNERABLE
Es él o ella quien sostiene y experimenta todavía la experiencia vital de soledad. Es quien la vivió al nacer, y la repitió una vez tras otra a lo largo de los años. Muchas han sido las situaciones, pero tan solo ha habido una única vivencia. Da igual cuál sea el motivo, si ahora o mañana te sientes solo, es tu niño/a recordándote que no está siendo atendido.
Quiere que lo miren, que lo escuchen, que le presten atención… y por costumbre parece seguir buscándolos afuera, en el mundo que jamás cubrió todas sus necesidades.
Lo que quizás todavía no sabe es que ese mundo de afuera nunca estuvo ahí para eso.
El mundo nunca consiguió satisfacer su vacío, porque no era esa su función. Su función era recordarte a ti, a tu yo adulto, que la soledad no está ahí para ser evitada, sino para ser explorada, comprendida y acompañada. Y esa soledad, tan enraizada en el niño o niña que fuiste, únicamente requiere de tu compasiva y entregada mirada para mostrarte el regalo que oculta.
Quizás tu niño siga sintiéndose solo porque lo has abandonado.
Porque tampoco tú lo miras ni lo atiendes como él o ella hubiera deseado.
La soledad jamás será la misma si por ti se siente acompañado.
Cógele la mano, míralo, abrázalo y siéntate a su lado.
Y recuérdale una vez tras otra, que el pasado ya ha pasado.
Que a partir de ahora cuente contigo… Puesto que solo jamás ha estado.
Solo atendiéndolo y amándolo tú, se sentirá amado.
Si te sientes desamparado es porque a ti mismx te has abandonado.