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  • Roger 

LA PÉRDIDA
Y EL DUELO

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Desde que nacemos, establecemos inevitablemente una relación con la pérdida. Aunque tratemos de no pensar en ello, a lo largo de una vida nos va a tocar aprender a perder todo aquello con lo que nos hemos identificado. Sin embargo, ese duelo continuado oculta una oportunidad inmejorable para conectarnos con una paz que nunca muere: identificarnos con la eternidad del momento presente.

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Todos, sin excepción, necesitamos aprender a lidiar con el duelo y la pérdida. A algunos nos llega antes, a otros después… Pero el tiempo, en este caso, no impide que tarde o temprano nos veamos obligados a despedirnos de personas, épocas o aspectos de nuestra identidad.

Para muchos las primeras pérdidas conscientes llegan con inevitables cambios dentro del entorno familiar: la muerte de los abuelos, la separación de los padres, mudanzas del hogar,… Se trata de duelos que, en muchas ocasiones, podemos llegar a vivirlos desde cierta naturalidad, sobrellevándolos sin saberlo por medio de la singular flexibilidad infantil.

Generalmente, cuando somos niños experimentamos el profundo dolor de la pérdida y lo soltamos sin demasiadas resistencias. El duelo se lleva a cabo casi de forma inconsciente, sin darnos cuenta, como un proceso natural de llorar aquello que despedimos y dejarlo ir.

Quizás porque aún no hemos juzgado ciertas emociones, o porque disponemos de un enorme anclaje con el momento presente, vivimos lo que nos pasa sin tanto sufrimiento ni pesar. Experimentamos el dolor, lo lloramos y expresamos… y, cuando ha pasado, simplemente nos abrimos a otro tipo de experiencia. La capacidad de adaptación de un niño a distintos tipos de situaciones es increíble, demostrando menos fragilidad de la que se les presupone desde la mirada adulta.

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Otra clase de duelos en la infancia y adolescencia tienen que ver con las amistades y relaciones que vamos estableciendo. Nos construimos a partir de los vínculos que creamos, que nos sirven de espejo para desarrollar ciertos aspectos de nuestra personalidad al tiempo que nos empujan a descartar e inhibir otras partes de nosotros.

Así, cuando pierdo a un amigo, o dejo de ir con un grupo con el que me identificaba, también debo pasar por un duelo para permitirme despedir esa relación y reconocerme a mi mismo desde otro ángulo distinto. Porque cada vez que pierdo algo, o se produce un cambio importante en mi vida, es como si, en realidad, desapareciera una parte de quien yo he creído ser hasta ese momento.

PERDER UNA PARTE DE MI

Toda pérdida externa refleja el dejar ir un aspecto o faceta interna. Cada duelo que experimentamos no solo nos conecta con el lamento de aquello que cambió afuera, sino con la sensación de aquello que ya no volveremos a sentir adentro. Ese es el principal dolor con el que cargamos, lo que verdaderamente nos produce sufrimiento: sentir que una parte de nosotros ha muerto y ya no volverá jamás.

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Por eso sentimos un dolor tan desgarrador cuando se nos muere alguien cercano, con quien gozábamos de un vínculo profundo e irrepetible. Porque percibimos que aquello que nos unía ya no está… que la forma en que nos sentíamos con esa persona, que las cualidades o atributos que nos despertaba o que veía en nosotros, ya nunca volverán. El espejo se ha roto, y el reflejo que contemplábamos a través de la mirada y percepción de quien se ha ido se ha perdido para siempre…

Esa es la creencia que nos desgarra por dentro, que nos llena de desesperanza y desazón, para dejarnos del todo vacíos. Pero es una creencia falsa… No es real, sino parte de una fantasía que cabalga sobre la presunción de que lo que yo soy depende básicamente de lo que otros vieron o hallaron en mi.

Yo estaba muy vinculado a mi abuela, y cuando la perdí de repente sentí que un aspecto de mi personalidad se iba con ella… Mi faceta de nieto se desvaneció en ese momento, pero dicha etiqueta implicaba una serie de aspectos y características que continuaban viviendo en mi.

Aquella parte de mi que murió junto a mi abuela… jamás se fue realmente. Mi relación con ella me había permitido descubrir la ternura, el cuidado, la paciencia y la apertura que residían en mi… Y todo ello, pese a su ausencia como forma física, continuaba presente en mi interior. Cualquier pérdida es más soportable cuando nos damos cuenta de que el reflejo que proyectábamos en los ojos de quien se ha ido, sigue formando parte de nosotros.

Las personas que nos encontramos sirven como espejo de aquellas partes que quizás no apreciamos por nosotros mismos. Nos servimos de su mirada para descubrir zonas y recóvecos, a veces oscuros, otras luminosos, que ya estaban en nosotros… y que seguirán estando una vez el reflejo que las iluminó parezca haberse ido.

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SOLTAR MI PASADO

Pero cuando hacemos referencia a los duelos de los seres humanos, no podemos limitarnos a hablar de las muertes físicas que nos sacuden y transforman nuestro entorno. También padecemos duelos respecto a dimensiones o cualidades de nuestra persona: desde la pérdida de nuestra apariencia o habilidades físicas, hasta la desaparición de aspectos culturales y/o familiares, como la lengua, las tradiciones, religiones u otras formas de entender el mundo.

Del dolor y miedo que emerge de dichos duelos no aceptados, surgen la sensación de injusticia y la necesidad de protegerse, resistirse o defenderse. La impotencia, la ira y el odio son, muy a menudo, efectos secundarios del temor a una futura pérdida que ya empieza a anticiparse y padecerse.

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En la actualidad, debido a los importantes cambios demográficos experimentados en las sociedades occidentales, vemos cómo la percepción de perder la propia cultura y las costumbres y hábitos que la sustentan está llevando a un incremento de movimientos e ideas conservadoras, reflejadas en un auge de políticas históricamente afines a la extrema derecha.

Desde el pánico a desaparecer como cultura o sociedad, y el dolor que eso acarrea al percibirse como la muerte de la propia identidad cultural y familiar (una traición al mismo clan), se activa la ira que fuerza a defenderse ante la promesa que dicho temor promueve.

El mundo parece polarizarse entre los defensores de lo tradicional, y los propulsores del cambio y el progreso. En realidad son las dos caras de cualquier proceso evolutivo: la tendencia a mantenerse y cuidar lo conocido (homeostásis) y el impulso hacia el cambio (morfogénesis). Y en ambas partes reside el miedo, a veces disfrazándose de un pánico interno a perder las raíces, otras desde el temor a que permanecer inmóvil significaría una muerte asegurada.

Tendemos a juzgar al otro grupo constantemente, sin darnos cuenta de que ambos somos presas de un mismo miedo: el temor a perder aquello que creemos que somos, el pánico a desaparecer como identidad.

UN CAMINO DE PÉRDIDAS

Aunque, como decíamos, el duelo y la pérdida están presentes desde nuestro mismo nacimiento… hay ciertos momentos vitales en que tomamos mayor consciencia de su presencia. En muchos sentidos, tenemos mayor sensación de empezar a perder cosas justo cuando se ha conformado nuestra personalidad. Hasta entonces la mayoría de nosotros estamos demasiado enfocados en aprender, adquirir, obtener y ganar, ya sea objetivos, deseos, experiencias o metas personales.

Quizás tengamos que lidiar con ciertas pérdidas importantes durante la primera mitad de la vida, pero generalmente el impulso y la inercia hacia las esperanzas de un futuro mejor tienen todavía mucha fuerza. Las expectativas de salvación que suele encerrar el mañana nos mantienen entretenidos y enfocados buena parte de la vida, por eso, no es hasta que empezamos a cuestionar la realidad de esas esperanzas que sobrevienen las primeras crisis vitales.

A todos nos llegan dichas crisis, a veces más temprano o quizás más tarde, pero siempre son consecuencia directa del duelo o la pérdida de algo que, hasta entonces, parecía esencial en nuestra vida: sea un sueño u objetivo, o una persona o relación, o un trabajo, o una posesión, o una situación vital concreta…

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A partir de una crisis de estas condiciones, y más allá del sufrimiento inicial que lo enturbia todo, podemos distinguir que se nos ha abierto una puerta: la posibilidad de descubrir cómo soltar todo aquello que, de una forma u otra, nos será arrebatado tarde o temprano.

De repente nos topamos con una realidad que hemos tratado de obviar hasta ahora: «todo lo que creo tener, lo voy a tener que perder»… Y como habrá de desaparecer, sí o sí, se me presenta la oportunidad de aprender a desapegarme de ello, de descubrir cómo despedirme de todas esas partes para así soltarlas de forma consciente, en lugar de esperar a que la vida me las arranque en contra de mi voluntad.

Y para iniciar este camino de desapego consciente, que para muchos suele presentarse en la segunda mitad de la vida, necesitamos empezar a contactar con todo aquello que siempre nos ha acompañado y quizás nunca nos dimos cuenta; es nuestra oportunidad de identificarnos con aquello que jamás cambió: la presencia de quien en verdad somos.

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IDENTIFICADOS CON LO MORTAL

Este mundo material, esta experiencia que vivimos en un plano físico como cuerpos que nacen e inevitablemente han de morir, está encadenada y sometida al cambio constante. No es posible permanecer inmutable en un mundo en que todo parece ser transitorio y mortal. Y por mucho que nos aferremos a todo cuanto nos rodea, tampoco podemos salvar a nada ni nadie de su lógico destino.

La inevitabilidad del dolor ante una pérdida acontece debido a un simple hecho: nos hemos identificado con todo lo que es mortal y perentorio… y nos hemos creído, además, que ha sido debido a ello que hemos hallado paz, amor, plenitud o felicidad. Sean personas, posesiones, facetas, habilidades, roles, lugares e incluso ideas, principios, costumbres o puntos de vista, todo aquello con lo que construimos nuestra identidad está abocado a desaparecer tarde o temprano. Empezando por los cuerpos a los que tanto nos apegamos.

El duelo y el miedo a la muerte son inevitables cuando únicamente nos vemos como cuerpos y creemos que no somos otra cosa salvo aquello que captan nuestros sentidos. Para aligerar nuestra carga y aliviar el dolor necesitamos comenzar a abrazar otro tipo de vínculo: la identificación con aquello que nunca muere.

Todo aquello con lo que nos identificamos, mientras sea caduco, transitorio o finito, está condenado a vivirse como una pérdida dolorosa. Está destinado a sufrirse como una muerte parcial.

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¿Pero con qué podríamos identificarnos en este mundo mortal y cambiante, para así no sucumbir una vez tras otra a la pérdida y el duelo? ¿Acaso existe algo en nuestra vida humana que resulte infinito e inmutable? ¿Algo a lo que poder asirnos y con lo que identificarnos eternamente, más allá de los inevitables cambios?

A medida que avanza una vida humana, nos sentimos empujados a abandonar y despedirnos de todo lo que creemos haber sido y tenido… al tiempo que se nos invita a conectarnos con aquello que, pase lo que pase, permanece siempre inmortal, infinito e imperturbable: la presencia de este instante presente.

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Es en esa presencia que conozco al Ser que, más allá del envoltorio del cuerpo, en verdad soy. Es en este instante eterno, aquí y ahora, que puedo liberar mi dolor al descubrir el amor que reside… que siempre ha residido en el presente.

Y cuando, poco a poco, paso a paso, empiezo a identificarme más con este amor, esta presencia y este Ser infinito y eterno… el dolor de las pérdidas humanas se atempera y puedo comenzar a soltar y despedir partes que creí ser desde un lugar de paz y compasión mucho más livianos.

Comprendo entonces que nada verdadero se pierde nunca… Pues todo lo que creí perder fueron, en verdad, espejos externos en cuyo reflejo creí encontrarme. Cuando, en realidad, dichos espejos solo trataban de señalarme una cosa: todo el amor y paz que busqué afuera, siempre ha emergido de dentro de mi.

APRENDER DE MI NIÑO

Como hemos dicho anteriormente, los niños gozan de un mecanismo natural propio para vivir las pérdidas, dejarse sentir y expresar las emociones en que derivan y, a continuación, abrirse a seguir viviendo su vida sin soportar la carga de dicho dolor. Hasta que una situación concreta deriva en una herida o trauma, el mecanismo se mantiene funcionando con total efectividad.

Podemos aprender tantas cosas de nuestra versión infantil… El Niño Interior que habita dentro de nosotros conserva información que nuestro Yo Adulto cree haber olvidado. Y desde su inocencia, autenticidad y transpariencia podemos reaprender también a integrar los duelos y pérdidas de nuestra vida.

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Decimos que la depresión, de forma general, acontece como respuesta a una pérdida concreta: algo o alguien a quien dábamos un valor insustituible se ha perdido o nos ha abandonado, y el significado y propósito de nuestra vida se ha visto comprometido o directamente se ha desvanecido. La depresión como consecuencia de una pérdida no superada o revisada es mucho más común de lo que nos creemos.

La diferencia entre cómo gestiona un niño/a una pérdida, y cómo lo hacemos nosotros, tiene que ver, sobre todo, en el significado que le damos a aquello que hemos perdido. Si nos hemos identificado hasta el punto de poner toda nuestra felicidad en ello, la sensación lógicamente es la de haber perdido nuestra felicidad.

Mientras que el niño aún está conectado con la vivacidad y alegría del momento presente, y puede reconciliarse con la vida después de haber lidiado con el duelo, los adultos a menudo nos bloqueamos y boicoteamos inconscientemente, inhibiéndonos y juzgándonos si acontece alegría o paz en pleno duelo.

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Nos movemos y comportamos desde las ideas de cómo creemos que tenemos que ser, en lugar de dejarnos ser según lo que necesitamos ser. Y, desde ahí, terminamos artificializando las situaciones que nos sobrevienen y la actitud que tomamos hacia ellas.

Necesitamos reconectar con ese Niño/a que todavía habita en nosotros, para recuperar su autenticidad y honestidad… Porque retomar dicho vínculo nos permitirá reconciliarnos con las heridas que tapamos, descubriendo con ello una forma más sana y orgánica de atender y gestionar nuestras emociones.

OBSERVANDO EL DUELO

Necesitamos reaprender a relacionarnos con nuestras emociones y sensaciones corporales. Darnos cuenta de que todo el dolor que sentimos tiene una forma de comunicarse en nuestro cuerpo y consciencia, y que resulta imprescindible expresar y darle salida a esas sensaciones, mientras las observamos sin juicios o pretensiones que oculten la voluntad de evitarlas.

A medida que nos permitimos observar y dejarnos sentir esas mismas sensaciones y emociones, podemos ir descubriendo que existe una presencia inmutable atendiendo todo cuanto acontece: dolor, presiones internas, bloqueos, espacios, lágrimas, escozor, etc… Esa presencia que todo lo observa es quien en verdad somos, más allá del cuerpo y la identidad que hemos creído ser.

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Es a través de dicha presencia de amor, que no juzga ni recrimina, que somos cada vez más capaces de lidiar con esas sensaciones corporales derivadas de la tristeza, el miedo, la ira y la impotencia del duelo. Es a raíz de dicha observación desidentificada que comenzamos a desvincularnos de pensamientos y creencias que nos dañaban y descubrimos que nosotros somos algo mucho más amplio y liberador que la misma mente.

Y es ahí donde nos encontramos finalmente a nosotros mismos… En la presencia que nos permite presenciar el dolor del duelo sin identificarnos con él. Ese es nuestro Ser, el Amor que todo lo envuelve y abraza.

Identificarnos con esa presencia de Amor que nunca muere ni desaparece es anclarnos a la paz y felicidad que residen más allá de este mundo material. Es asegurarnos que, pase lo que pase, aunque la vida nos lleve a perder todo aquello que creíamos poseer, jamás podremos perdernos a nosotros mismos y el Amor que somos.

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