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  • Roger 

LA HERIDA
DEL TRAUMA

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Llamamos trauma a cualquier herida del alma. Ese es su significado en griego: herida. El trauma es un dolor y un bloqueo interno generado por causas que pueden ser muy variadas; sin embargo, todas ellas nos afectan de manera similar a nivel interno, detonando una desconexión para con nosotros mismos.

Generalmente, cuando oímos la palabra «trauma» pensamos en experiencias de extrema gravedad, como una guerra o un desastre natural, vivencias muy concretas en las que muchos de nosotros no solemos reconocernos.

Pero no hace falta que hayamos vivido este tipo de situaciones para asumir que estamos heridos, aunque la intensidad y/o repetición de lo vivido podrá ahondar en una mayor identificación con el dolor y cristalizar los patrones de pensamiento que se derivan de ello.

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A raíz de un choque emocional profundo, generalmente a muy tierna edad, quedamos marcados a nivel inconsciente por una emoción o un dolor que no pudieron ser expresados ni asimilados en su momento. Porque eso es el trauma realmente; no tanto lo que ocurrió externamente, sino la emoción o dolor que no fuimos capaces de vivir ni integrar en nuestro cuerpo.

Ante todo, es esencial entender cómo se produce la herida del primer trauma, que es el más importante y el que nos marcará cambiando nuestra percepción del mundo. Hay que ponernos en la piel del niño o niña que fuimos, cuando recibimos esa primera agresión o choque emocional, para hacernos una idea de lo que realmente supuso para nosotros.

UN SISTEMA DE DEFENSA

Imaginemos a ese niño o niña, totalmente abierto y receptivo a la vida, en un estado de confianza casi absoluto, dejándose llevar, entregado (y disponiendo su suerte) a los adultos que lo han traído a este mundo y se encargan de introducirlo en él y acompañarlo a entenderlo. Ese niño o niña está totalmente expuesto y vulnerable, con una sensibilidad a flor de piel, y sin ningún tipo de protección.

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Su alimento es la mirada de sus padres (o los adultos que lo rodean), su reconocimiento, su presencia, su amor. Depende absolutamente de ellos y su atención. Lo son todo para él o ella: su mundo, su verdad, su realidad, sus dioses… No le es posible separar la vida o el mundo de su experiencia directa.

Y entonces, en ese estado de total apertura y vulnerabilidad, es cuando acontece el maltrato. Tanto si es físico, como psicológico o emocional, ya sea a nivel concreto (en relación a alguna característica o rasgo) como de forma integral, el aprendizaje será casi siempre el mismo: el miedo. Y con él, sus fieles escuderos: la vergüenza y la culpa.

Dejará de confiar, empezará a cerrarse, a protegerse, a defenderse, a anticiparse… porque, ¿quién sabe? Si el mundo implica agresión, ¿cómo saber cuándo llegará un nuevo golpe?

APRENDIZAJE IDENTITARIO

Se produce un aprendizaje cognitivo a nivel nuclear muy profundo, cuando pasamos de ese estado de confianza y receptividad a este nuevo estado de supervivencia que nos prepara para protegernos del mundo. De algún modo, pasamos de vivir la vida, a sobrevivir a ella.

Se establece la creencia de que «el mundo es un lugar peligroso» (¡la vida es una jungla!), al mismo tiempo que integramos el pensamiento de que «no estoy bien tal y como soy«. ¿De qué otro modo podríamos interpretar que quien nos dio la vida, nos rechace, humille o abandone ahora?

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En relación a la dimensión emocional, también asumimos otro aprendizaje muy importante. El duro choque con la emoción externa de la agresión, sumado al abrumador despertar de nuestra propia emoción interna (detonada para adaptarnos a la situación) suelen ser demasiado intensos y arrolladores para la delicada y frágil sensibilidad en la que estamos a esa edad.

En ese momento, la sensación es como si no fuéramos a sobrevivir a tanta intensidad. Como si fuéramos a morir y desaparecer ante tan arrolladora energía. Y, para sobrevivir, solo nos queda una opción: cortar el canal y reprimir la emoción, para así evitarnos sentir el dolor, aunque eso signifique desconectarnos también de nuestra energía vital.

Todo esto es a lo que llamamos momento semilla, que básicamente hace referencia a esa asimilación a nivel identitario del patrón de defensa y/o autoagresión configurado por la mezcla de un sistema de creencias y unos estados emocionales concretos. La estrategia que nos ha servido para protegernos en la infancia, se convierte en nuestra coraza para el resto de nuestra vida.

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LA LLAVE DE LA EMOCIÓN

Es por todo esto que hemos contado, que decimos que la herida del trauma está siempre vinculada a la emoción que lo detonó. Y, por lo tanto, será a través de dicha emoción que podremos sanarlo. Digamos que esa misma emoción que creímos iba a asolarnos y hundirnos, ha quedado bloqueada en nosotros, y necesitamos atenderla y darle espacio, para que pueda ser expresada, respirada y asimilada.

Porque ¿qué nos ocurre si no lo hacemos? Generalmente solemos arrastrar dicha herida en forma de emoción temida y reprimida, y es ella la que gobierna nuestras vidas demasiado a menudo.

Quienes hemos vivido maltrato en la infancia, estamos bien familiarizados con los obstáculos, dificultades o carencias que nos ha generado la situación que vivimos. Y también sabemos, a medida que nos vamos haciendo conscientes, que ese dolor no sanado sigue activándose de vez en cuando. En el mejor de los casos, cada cierto tiempo; en el peor, a diario. Impidiéndonos vivir libres del dolor del pasado.

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Es posible que nos sintamos encerrados en una vida que es más prisión que libertad, que vayamos repitiendo patrones o círculos viciosos, que nos topemos a menudo con personas o relaciones similares, o que siempre nos pasen las mismas cosas. Terminamos creyendo que todos son iguales, que nadie merece la pena, que la gente es de tal modo, que el mundo es peligroso o un desastre, o que la vida es injusta. Y así reafirmamos las creencias que establecimos en la infancia.

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CAMBIO DE PERCEPCIÓN

Pero no se trata de que tengamos mala suerte o seamos víctimas de una maldición. Por raro o difícil que nos parezca, es justo lo contrario: la vida nos está cuidando. ¿De qué manera? Ofreciéndonos la constante oportunidad de regresarnos al dolor de la herida infantil para que así podamos, al fin, sanarla.

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Es aquí donde necesitamos hablar de los engramas, una palabra que significa inscripción en griego, y que hace referencia a todos aquellos aspectos y detalles (habitualmente inconscientes) que, al percibirlos, nos conectan con el trauma. Para que nos entendamos, cuando se activa un engrama volvemos a ser el niño o niña que fuimos.

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Nuestra parte adulta desaparece, y el niño o niña que todos llevamos dentro (niño/a interior) toma el control. Y es ese el cambio al que solemos oponernos, porque rechazamos el dolor, la herida y la vulnerabilidad que representa estar ahí. Porque no queremos ponernos en contacto con la vergüenza, la culpa y las emociones reprimidas que residen en el trauma.

Sin embargo, ese es el camino: es transitando ese espacio, que dejamos de luchar contra él: nos ponemos en paz, damos permiso a la herida y el dolor, lo lloramos, integramos y sanamos. Y dejamos de escapar de nuestra herida; por consiguiente, nuestro dolor también deja de perseguirnos, y podemos, al fin, descansar.

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