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  • Roger 

ADICTOS A


OBSERVAR

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Somos adictos a la observación. A mirar, a contemplar, a buscar, a espiar, a explorar, a fisgonear, a cotillear, a grabar, a ver la tele, o series, o las redes sociales, o videojuegos, o… Y, a menudo, aunque nos aporte un inevitable placer, nos sentimos mal por ello. Aunque nos juzguemos este impulso incontrolable e inconsciente y nos sintamos culpables, tiene un propósito esencial: necesitamos observarlo todo, para recordarnos al Observador que todos llevamos dentro.

Esta tendencia hacia la observación constante es lo que nos ocurre, por ejemplo, con multitud de pasatiempos y distracciones típicos de nuestro tiempo. La postura en muchos de nosotros es esencialmente descalificadora y de rechazo; y al mismo tiempo, nos dejamos atraer por la poderosa influencia que ejercen sobre nosotros dichas prácticas.

Lo comprobamos en el éxito de programas de televisión como los realities, bromas ocultas, series y películas de todo tipo, historias de fantasía o ficción… Ese mismo anhelo que antaño se cubría con los libros, no se ha transformado, pero sí parece haberse facilitado, promovido e incrementado a raíz de la evolución tecnológica. De ahí también el auge del mundo de los videojuegos y la realidad virtual.

Y no solo eso, ya son muchas la voces que definen nuestra época como la Era de las Pantallas. A través de las redes sociales, se nos ha ofrecido la oportunidad de observar de forma constante e interminable multitud de vidas ajenas, creando la ilusión de pertenencia pero evitándonos el dolor de vivirlas en nuestra propia piel.

La profunda necesidad de observar vidas sin terminar de vivirlas que estamos experimentando es suficiente reveladora como para plantearnos las razones que puede haber detrás de semejante fenómeno.

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Socialmente tendemos a oponernos a esta misma tendencia, y podemos llegar a juzgar y desacreditar a otros por llevarla a la práctica; sobre todo si es más tiempo del que creemos adecuado y sano mentalmente. Al tiempo que gozamos de observar y atestiguar el mundo, nos recriminamos y castigamos por ello.

En apariencia, necesitamos desconectar de la «realidad», entretenernos, distraernos y olvidarnos de nuestras vidas tal y como son; es decir, parece un fenómeno derivado de nuestra dificultad para vivir y aceptar nuestro presente. A todas luces podríamos interpretarlo como algo incuestionablemente negativo. Sin embargo, hay también otra forma de percibirlo.

Necesitamos observarlo todo, para recordarnos al Observador que todos llevamos dentro.

UN PLACER INNATO

Me recuerdo de pequeño a través de aquellos juegos secretos que yo me inventaba. Con el tiempo, descubrí que no era el único que lo hacía, sino que se trataba de acciones propias del inconsciente colectivo, que compartimos la mayoría de nosotros en nuestra infancia.

Uno de esos juegos implicaba el ejercicio de observarme desde afuera: me imaginaba cómo me verían otras personas desde sus propios ángulos de visión, explorando la fantasía de salir de mi mismo y liberarme momentaneamente de los límites de mi cuerpo físico. Esa necesidad de vernos desde afuera también se aplica al universal juego de dar vueltas sobre uno mismo: al buscar el mareo, lo que de niños hacemos sin saberlo es encontrar el eje inmóvil del observador, más allá del cuerpo y los sentidos.

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El gran éxito de los videojuegos entre quienes vivimos nuestra niñez y adolescencia tampoco es casual: se trata de herramientas que nos permiten vivir experiencias desde cierta distancia, observándonos desde la tranquilidad que nos concede cierta desidentificación.

Incluso la vivencia de tener un amigo imaginario responde, en parte, a esa necesidad; puesto que a través del «otro» una parte de nosotros se permite expresarse desde afuera, al tiempo que nos posibilita observarnos desde sus ojos y tomar distancia de nuestra propia emocionalidad.

Hoy en día, el auge de youtubers y creadores de contenido también pretende satisfacer esa parte en los niños y niñas de nuestro tiempo; es como disponer de unos prismáticos legales que nos permiten observar otras vidas desde afuera… Pero esa «otra vida» no es más que una proyección de la nuestra propia: lo que admiramos y anhelamos lo detectamos desde nuestras conciencias para sentirnos identificados o reconocidos en ello, aunque también para envidiarlo… Y lo que aborrecemos y rechazamos de esas personas, lo juzgamos desde la distancia que nos otorga la ilusión de sentirnos separados de ello.

Sea como sea, el impulso a observar una vida humana desde afuera es una necesidad que nos acompaña desde nuestra más tierna infancia. Por supuesto que persigue otros propósitos además de este, pero el hecho de permitirnos conectar con nuestro Observador de forma inconsciente (y la paz que eso conlleva), merece ser reconocida.

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OLVIDARME DE MI

¿Y cuál es el propósito de esta observación? ¿Por qué razón habría de ser tan importante como para acompañarnos a lo largo de toda la vida, oculta detrás de todo tipo de pasatiempos y distracciones?

Por una sencilla razón: cuando observamos, por un instante, nos olvidamos de nosotros mismos. Y por «nosotros mismos» me refiero a que nos desidentificamos de nuestro «ego«, de la máscara de personalidad («persona» significa máscara en latín) con la que cargamos en nuestro día a día.

Al desembarazarnos de esta máscara, por un segundo nos liberamos de todo el contenido que acumulamos en ella: creencias, limitaciones, heridas, culpa, vergüenza, autojuicios, miedos, etc. No significa que nos descarguemos y soltemos todas esas partes incómodas y desagradables, sino que, por un corto instante, dejamos de identificarnos con ellas… Es como si nos olvidáramos de repente de todas las cadenas que, desde pequeños, nos creímos que nos aprisionaban y que con el tiempo nos hemos obligado a cargar.

Ahora bien, no nos sirve meramente observar desde nuestro «ego»; porque aunque tengamos la sensación de olvidarnos de nosotros brevemente, es solo para perdernos en el otro. Es decir, en realidad nos extraviamos en reflejos de ese espejo externo que es el mundo, solo para recordarnos que no estamos observando desde nuestro centro.

Es al observar desde nuestro testigo cuando, más allá de olvidarnos de nuestra personalidad, somos capaces de recordar nuestra auténtica identidad; aquella que nos acompañaba al encarnar la forma física de un cuerpo humano. Algunos la llaman alma, ser o espíritu, e incluso amor. Para no entrar en terminología de cariz más espiritual, vamos a nombrar esa esencia que anhelamos recuperar como la inocencia.

 

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EN BUSCA DE LA INOCENCIA

Desde que nacemos y empezamos a integrar las ideas, juicios y opiniones del mundo, lo que ocurre es que iniciamos un camino desde nuestra inocencia innata directos hacia la culpabilidad: a raíz de nuestra extrema apertura y vulnerabilidad (inocencia), creemos y «compramos» todos los argumentos de nuestro entorno y nos construimos una identidad a través de ellos… Al cabo de un tiempo, ya hemos integrado toda una imagen del mundo y la sociedad, un sistema de creencias que nos acompañará el resto de nuestra experiencia humana.

Así es como abandonamos el estado de confianza inicial, para habitar el estado de supervivencia común en buena parte de la humanidad que nos rodea. De la inocencia inicial, pasamos a enfocarnos solo en la culpa: culpamos a la gente, a colectivos, a los gobiernos, al tiempo, a Dios, a nuestras parejas y amigos, a nuestros padres, a los alimentos que ingerimos, a las enfermedades o los médicos que no saben tratarlas,… Pero, sobre todo, nos culpamos a nosotros mismos: por «hacerlo mal» o «no saber hacerlo mejor».

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Toda observación, por puntual o breve que sea, busca en verdad reconectarnos con la inocencia que reside todavía dentro de nosotros.

Ahora bien, muchas veces parece que solo seamos capaces de sentirnos inocentes buscando y proyectando toda esa culpa hacia los demás.

Sin embargo, existe otra forma de contactar con nuestra propia inocencia y es precisamente aprendiendo a apreciar primero la inocencia esencial que continúa sosteniendo al mundo; soltando con ello, la culpabilidad que cargo y proyecto sin darme cuenta. Pero, para poder ver y distinguir esa inocencia, antes necesito comprender desde dónde observo ese mismo mundo.

PRESENCIANDO EL PRESENTE

Al referirnos al acto de observar, siempre nos conectamos con el sentido de la vista y el empleo de los ojos del cuerpo. Es a través de dichos órganos físicos que creemos contemplar el mundo que nos rodea; por lo tanto, creemos que la figura del Observador en nosotros tiene relación directa con esta parte del cuerpo. En dicho caso, una persona invidente no podría observarse a sí mismo ni tener conciencia de lo que hace, cómo se mueve, qué piensa o siente… Ni podríamos nosotros mientras cerramos los ojos, estamos a oscuras, o dormimos y soñamos.

Pero nuestra conciencia sigue despierta en multitud de situaciones en que no disponemos del sentido de la vista, o carecemos de luz suficiente para vislumbrar nuestro entorno. Si eso es posible es porque la presencia del Observador no tiene nada que ver con la capacidad de observar de los ojos del cuerpo. Es, de hecho, gracias a nuestro Observador que podemos contemplar, creernos o cuestionar la información que nuestros ojos (como el resto de sentidos) registran del mundo exterior.

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Cuando hablamos del Observador, nos referimos, por lo tanto, a la conciencia que es testigo de todo lo que ocurre… tanto en nuestro cuerpo como en nuestra mente. Se trata de la presencia que, por mucho que nos extraviemos en pensamientos o nos ahoguemos en emociones, siempre nos acompaña. Es la sensación de estar vivos, de sentirnos desde dentro o fuera, de percibirnos en el momento presente, de contemplarnos y darnos cuenta de que estamos pensando, que estamos comiendo, llorando, corriendo o besando.

Es el testigo que todo lo ve, la visión que no necesita de ojos para ver y comprender. Es el principal vínculo con nuestro presente, el cordón umbilical que nos conecta a la vida, aquí y ahora, que es el único momento y lugar en donde en realidad transcurre.

Es desde esa misma posición que puedo atestiguar sin inmiscuirme ni juzgar, que puedo descubrir toda la culpa con la que juego constantemente; a veces la dirijo hacia mi, otras la vomito sobre el mundo… Pero toda percepción de culpabilidad necesita ser liberada para permitirme apreciar la profunda inocencia que habita y sostiene toda la existencia.

EXPLORANDO EL TESTIGO

La observación y acompañamiento de la propia respiración ha sido tradicionalmente una de las formas más directas y sencillas de conectarnos con esa presencia de observación. Acompasar la inhalación y exhalación, ya sea recorriendo el cuerpo hasta nuestra barriga, o contemplándola enfocados en la entrada de aire por nuestra nariz o boca, es una vía muy práctica para comenzar a identificar y explorar esta presencia.

Otra forma implica la presión voluntaria de varias partes del cuerpo, para luego relajarlas conscientemente… Con este ejercicio trabajamos la consciencia corporal, al tiempo que damos espacio a esta observación todo abarcadora que reside en nosotros.

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La observación del cuerpo puede venir acompañada también por la práctica de la contemplación de los propios pensamientos. La meditación (o cualquier práctica que conduzca a ello) siempre ha perseguido este mismo propósito: dar más fuerza y espacio al testigo que observa nuestra mente y nuestro cuerpo.

Desde esa posición voy descubriendo qué ideas me cuento a lo largo del día, con qué creencias me identifico, qué emociones se me repiten y para qué tiendo a identificarme con todas esas ideas y sensaciones.

Porque a medida que voy entregando espacio y momentos a ese Observador que reside en mi, voy dándome cuenta de que es precisamente esa presencia la que más me define. Poco a poco el «ego» con el que me he identificado va perdiendo poder, puesto que al descubrir que no es más que un amalgama de conceptos y falsas percepciones heredados, deja de tener tanta influencia sobre mi.

Cada vez me lo creo menos, porque me reconozco más en la paz y el amor que afloran desde la presencia del Observador. Porque llega un momento en que no puedo separar dicho Observador, de la presencia que sostiene las imágenes y formas del mundo…

Que me doy cuenta de que la visión del Testigo no es distinta del momento presente; ni de la felicidad que reside en mi, el amor que todo lo abarca y la paz que pervive eternamente en este instante presente.

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