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  • Roger 

CRECER EN

EL MIEDO

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El miedo siempre nos acompaña. De una manera u otra, se cuela en nuestras vidas para desmoronar nuestras expectativas y hacernos «perder el control» de la situación. Es la percepción que tenemos al respecto la que puede modificar toda nuestra relación con dicho miedo: desde sentir que es un enemigo que nos limita la vida, hasta comprender su propósito y reconciliarnos con su energía… Sea como sea, nuestro vínculo con el temor hará posible que lo integremos o que sigamos peleando y resistiéndonos a él.

¿Cómo entiende o percibe el mundo una persona que se ha criado en la sensación de que no habrá mañana?

Cuando alguien crece en un entorno de violencia, con agresiones periódicas, no existe certeza ni promesa de futuro realista. Nos habituamos a vivir en una incertidumbre constante, y todo espejismo de estructura segura o previsible desaparece. El entorno de seguridad y protección necesario para que se establezca nuestra confianza en la vida brilla por su ausencia, y nos acostumbramos a vincular el hecho de vivir con el recurrente sabor amargo del peligro y la amenaza.

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Es cierto que esta situación nos lanza a experimentar un presente más intenso, pero el color con que teñimos dicha experiencia tiene básicamente tonalidades de miedo y estrés constante. No es un presente tranquilo ni sereno, que nos conecta y potencia, sino justo lo contrario: agresivo, amenazante, inseguro, desenergetizante, incapacitador, imprevisible e incontrolable.

A esa edad, no existe posibilidad de control; nos valemos de los adultos, y su atención y reconocimiento es todo lo que importa. Si es precisamente un adulto quien ejerce dicha violencia, nuestra imagen del mundo se constituye de abuso y agresividad, donde debiera haber respeto y amor. Y aunque la violencia no proceda de un padre (como fue mi caso), el hecho de sentirnos expuestos a dicho abuso, y sin capacidad de escapar, deriva en una sensación de incapacidad e invalidación similar.

ENTRENADOS EN LA DESCONFIANZA

Cuando nacemos, muy pronto empezamos a construir nuestra percepción del mundo, lo que influye directamente en la identidad que edificaremos posteriormente. Los primeros siete años de vida son esenciales para establecer cuál será nuestra forma de ser para el resto de nuestras vidas. Se calcula que durante esos primeros años de vida adquirimos entorno al 70% de los aprendizajes de nuestra vida.

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Y uno de los principales y más elementales es nuestra concepción del mundo: es muy sencillo, si al llegar experimentamos violencia, agresividad y abusos (y esa percepción puede ya empezar a darse en periodo de gestación), nuestro organismo se pone a la defensiva, y entra en modo de supervivencia, un estado caracterizado por el estrés, la desconfianza, el miedo y la hipervigilancia.

Si, en cambio, experimentamos un entorno seguro, confortable, respetuoso y amoroso, nuestro organismo puede relajarse, entrar en modo confianza, y criarse en la protección y los cuidados que influyen en el desarrollo del propio potencial.

Por supuesto que este condicionamiento puede irse modificando, aunque es muy nuclear y poderoso, por lo que su influencia es posible que sea una tendencia habitual inconsciente, a la que regresemos en cualquier momento de vulnerabilidad. Es por ello que, más que nuestro rechazo, requiere nuestra compasión, paciencia y comprensión. Esa es la puerta que podemos abrir nosotros: concedernos la oportunidad de emplear el amor para contrarrestar el miedo imperante.

¿QUE HAGO CON EL MIEDO?

Todos, de un modo u otro, establecemos una relación con nuestros propios miedos. Un vínculo que, como hemos dicho, gestamos en nuestra infancia a raíz de nuestras propias experiencias, pero también debido al tipo de relación que vemos, copiamos y heredamos de los adultos que nos rodean. Si mi familia rehuye sus propios miedos, y los niega o camufla, no es nada extraño que yo termine haciendo lo mismo.

Existen distintas formas de relacionarnos con nuestros miedos y, dependiendo de lo que hayamos aprendido, tenderemos a usar una u otra para gestionar y sostener su poderosa energía. Vamos a ver tres formas de relación:

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Algunos, por ejemplo, aprendimos a negarlos o ignorarlos. En este caso, era tan desgarrador el dolor de permitirnos sentirlos, que establecimos la estrategia de hacer ver que no estaban ahí. Eso, por supuesto, no significa que dejen de existir, sino que simplemente pasan a formar parte de nuestra sombra; es decir, dejamos de hacernos conscientes de ellos y los mandamos a nuestro inconsciente, desde donde, muy a nuestro pesar, van a seguir influyendo en nuestra vida.

En este caso, el problema tiene que ver con el reconocimiento de que, en verdad, tenemos miedo… ya que la «falta» del mismo puede haberse convertido en parte nuclear de cómo nos vemos a nosotros mismos. Llegados a este punto, es probable que nos llenemos la vida de cosas para evitar sentir nuestros temores y el vacío interno y vulnerabilidad que a menudo los acompaña. Y que prefiramos experimentar cierto nivel de separación o aislamiento de la vida y las relaciones sociales a fin de encubrir nuestro malestrar derivado de ello.

"TENGO QUE SUPERARLO"

Por otro lado, un segundo tipo de vínculo con el miedo emerge de su voluntad de superarlo; que es lo mismo que el anhelo y esperanza de eliminarlo. Esta postura es quizás la más extendida a nivel social, y se alimenta de la lógica idea de que los miedos están ahí para sobreponernos a ellos y hacernos mejores personas, más valientes y completos. Nos lleva a percibir nuestros temores como obstáculos y escollos de los que debemos liberarnos… como desafíos a vencer para acercarnos a nuestro objetivo de ser, algún día futuro, al fin felices.

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Cuando empleamos estos dos tipos de relación es habitual que exista ya un juicio negativo respecto a la idea de «tener miedo», muy asociada a un ideal de identidad determinado («hay que ser valiente«, «el miedo nos limita«, «los cobardes son débiles«, etc.) y a la concepción de que seguiremos estando a medias hasta que nos sintamos totalmente libres de temores. En otras palabras, ambas opciones parten del temor al propio miedo, considerando que es una emoción que debe ser erradicada para poder ser «nosotros mismos» y asegurarnos la paz.

Pero hay una tercera opción, quizás menos extendida, que implica una relación menos agresiva y temerosa con el miedo: aceptarlo y atenderlo.

ATENDER MI TEMOR

Cuando aceptamos el miedo, básicamente significa que dejamos de pelearnos y luchar contra él: le estamos permitiendo existir y, a pesar de nuestros juicios, nos abrimos a la posibilidad de que quizás dicho miedo contenga algún tipo de aprendizaje o lección para nosotros.

Esta postura modifica radicalmente nuestra relación con el miedo: por primera vez dejamos de intentar escapar de él hacia afuera, y nos damos el permiso de atenderlo y sentirlo. Nuestra mirada se centra en darle espacio y explorarlo, en lugar de tratar de eliminarlo para que no esté ahí. Empezamos a sentir curiosidad por él, cómo se desenvuelve y expresa en nuestro cuerpo, qué sensaciones lo acompañan y con qué tipo de pensamientos se asocia.

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Nos interesa investigar también el para qué está ahí, cuál es su intención y el propósito de su presencia; comprendiendo que todo lo que existe en nosotros tiene su propia razón de ser. En todo este proceso de apertura ya estamos dando margen a la confianza, a creer que su existencia tiene algún sentido, y tener fe en que, sea para lo que sea, si existe el miedo necesita ser mirado.

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Porque cuando desconfiamos de la presencia del miedo en nuestras vida, lo detestamos y rechazamos, pensando que tan solo nos aporta dolor, parálisis, culpa y vergüenza. Tenemos miedo del miedo, y nos convencemos de que necesitamos luchar contra él a toda costa para que no nos domine.

PUERTA A LA VULNERABILIDAD

El problema, por lo tanto, no es tener miedo… sino creerme que no debería tenerlo y juzgarme por ello. Porque al no asumir mis temores, dejo de reconocer una parte de mi que me genera culpa o vergüenza; y tan pronto me avergüenzo de mi o me culpo, dejo de sentir amor por mi mismo.

Más allá de entender las razones de la poderosa coraza del miedo y sus influyentes lentes, puedo entender que es una compañera de vida no siempre confortable ni deseable. Y asumiendo lo lógico y comprensible que resultan nuestras dificultades y resistencias derivadas de ello, es necesario hablar también de las posibilidades que se nos conceden a través de esta situación.

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La puerta a la vulnerabilidad es un peaje inevitable para el ser humano. Da igual cuál haya sido su experiencia vital; como en la muerte, aquí no existen diferencias. Sea a través de enfermedades, duelos, muertes, sucesos o desgracias, todos estamos expuestos al íntimo y profundo abismo de la pérdida. Nadie se salva de contactar con su vulnerabilidad en un momento u otro de la vida…

En nuestro caso, ya conocemos la principal puerta de entrada. Esa se convierte en una certeza indiscutible después de una infancia o adolescencia plagada de tantas incertidumbres.

UN LUGAR DE PAZ

Nuestra vía de acceso a la vulnerabilidad, tan a mano para quienes nos alimentamos del miedo y la inseguridad durante años, es un camino directo a los auténticos aprendizajes que confiere la vida; aquellos que nos transforman, nos conectan y nos enriquecen internamente.

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Nuestro espacio de vulnerabilidad, una vez atravesamos el pánico que nos produce mirarlo y quedarnos en él, es un lugar de paz, sensibilidad, conexión y magia. Donde descubrimos cuál es nuestra verdadera naturaleza, y entendemos que, a pesar de todo el miedo y el dolor, siempre existe una oportunidad para el amor.

Pero para contactar con ello, precisamos de un brío de valentía para probarlo de primera mano. Y, para ello, a veces quizás necesitemos que alguien nos acompañe en ese delicado, emotivo y profundamente hermoso proceso.

Ese es el espejo que tod@s necesitamos a veces para recordarnos cuál es nuestro auténtico reflejo cuando hemos olvidado quienes somos realmente.

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