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  • Roger 

LOS SECRETOS
DE LA VERGÜENZA

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Existen muchas formas de vergüenza, pero, en su origen, todas ellas se nutren de la idea «No estoy bien tal y como soy«. Esa creencia, instaurada en la base de nuestra identidad, germina en las principales heridas de indignidad y no merecimiento. Si percibo que hay algo malo en mi, dejo de sentirme digno… y si no soy digno, empiezo a percibir que no merezco alegría, paz ni felicidad.

Una de las cosas que más recuerdo de mi infancia, y sobre todo adolescencia, es el voto de silencio que mantuve respecto a lo que vivía en casa. De alguna manera fue una promesa «no oficial» a mi madre, un acto de lealtad hacia ella y mi familia. Y así se gestó nuestro secreto familiar, forzado por el miedo, en nombre de la vergüenza, y sostenido por la culpa… Como casi todos los secretos.

Los presuntos temores que servían de pretexto eran varios: los niños no lo entenderán, la escuela o la gente nos juzgará, son cosas familiares, a nadie le importa lo que ocurre en casa, los vecinos hablarán de nosotros o nos mirarán, generaremos mala fama o reputación, etc…

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La razón de serie, en esencia, fue una sola: no deberíamos estar viviendo esto, vamos a ocultarlo para que nadie lo sepa. Y así estuvimos durante años, esperando, quizás, a que todo pasara y se solucionara por si solo. Quizás algún día… La realidad fue otra: la situación nos obligó a que, poco a poco, se supiera… al margen de nuestros intentos de contenerlo y controlarlo.

Pero, por aquel entonces, el secreto y mi vergüenza ya me habían alejado emocionalmente de la gente. A mi y a mi familia. Avergonzado de mi historia familiar, contenido por temor a las consecuencias, mi secreto me llevó a callar, considerando que lo mío no merecía espacio ni expresión y, en su lugar, lo de los demás debía ser atendido y priorizado para que no se notara lo que callaba mi alma.

Es importante comprender que el papel que jugó mi madre fue siempre para el bien común de la familia. Lo hizo lo mejor que pudo y supo, por supuesto. Aquí no hay culpables ni juicios que nos sirvan. Todos vivimos la misma vergüenza y el mismo miedo, y fuimos víctimas de nuestro propio silencio. Porque ese silencio, aunque pretenda ser útil, termina siempre siendo nocivo; y genera siempre lo que pretende evitar: callamos para no ser excluidos de la misma sociedad de la que terminamos excluyéndonos para evitar que se sepa nuestro secreto. Esa es la paradoja del secreto.

¿QUIÉN SOY SI NO ME COMPARTO?

Uno de los aprendizajes de la vida de quienes vivimos abusos y no nos permitimos hablar de ello ni contarlo, es la invalidación emocional a la que nos sometemos a nosotros mismos.

La vergüenza, a través del silencio, nos cierra al mundo: nos aísla, nos desconecta y aleja de los demás. Nos aparta, en definitiva, de la vida.

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Aprendemos a priorizar a los demás, a veces porque restamos importancia a lo nuestro y anteponemos lo ajeno, a veces porque conceder espacio a lo propio significa entrar donde tenemos prohibido entrar, y existe riesgo de que la emoción (reprimida y oculta) se asome y el secreto pueda ser revelado. Y un secreto familiar de ese calibre e índole requiere de todo nuestro compromiso y fidelidad para con la familia.

Guardarlo significa madurar de golpe, ser un igual y formar parte del clan familiar; mientras que contarlo, a cierta edad, es sinónimo de traicionar a la familia (o al miembro con quien hayamos establecido dicha promesa).

Nos conecta, por lo tanto, con heridas emocionales como la del rechazo (al no aceptar lo que sentimos y negarlo), la de humillación (al avergonzarnos de quienes somos y lo vivido), y la de injusticia (conllevando la ocultación de lo que sentimos, y considerando que no valemos por lo que somos sino por lo que hacemos).

Al callar y guardarnos lo que vivimos por vergüenza, estamos invalidando lo que estamos viviendo. Lo juzgamos como incorrecto, juzgándonos a nosotros con ello, llevándonos a considerar que no somos dignos de la vida que vivimos. Con nuestro silencio, invalidamos lo que somos ahora. Negamos la vida que estamos siendo.

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EL PLACER DE LO OCULTO

Mantener un secreto, aunque nos aleje del mundo y «artificialice» nuestra relaciones, también nos aporta una cierta sensación de bienestar compensatorio. Nuestra identidad puede reforzarse con la idea de que somos más de lo que la gente sabe o ve; quizás generemos misterio en los demás, o creamos que en nuestro silencio reside una fuerza y una vivencia que sorprendería a otros, o que nadie imagina por lo mucho que hemos pasado…

En mi caso, reconozco el placer oculto que me aportó mi secreto: fruto de la arrogancia y la necesidad de reconocerme a mi mismo desde una cierta superioridad, juzgaba como triviales y nimios los problemas adolescentes de mis amigos. Pero si buscaba ponerme por encima era precisamente porque ya me había ubicado por debajo antes.

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Un secreto, mantenido durante el tiempo, siempre cuida y protege algún aspecto de nuestra vida: incluso las lealtades y compromisos familiares que lo sustentan están apoyadas sobre una base de respeto y amor.

Participando de ese secreto creemos ganar el afecto y reconocimiento de la familia, y eso es todo lo que anhelamos cuando somos niños o niñas. Es así como conseguimos pertenecer, y evitamos el pánico de una posible y solitaria exclusión.

COMPARTIR LO VIVIDO

Para mi, incluso escribiendo o hablando sobre esto ahora, me implica la sensación de estar gestando una pequeña traición a mi familia; y, sobre todo, a mi hermano. Pero reconozco que la importancia de hablar y compartir esto es mayor que todos mis miedos, puesto que al poner voz al silencio, también pongo dignidad a mi vergüenza.

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Compartir lo vivido es en realidad liberador para todo el clan, puesto que representa un acto de amor y reconocimiento, poniendo el dolor y el miedo encima de la mesa para que todos podamos participar de su presencia compartiendo también el nuestro. Y ese acto de valentía que es compartir el dolor y la vergüenza propias jamás podrá obrar en contra del amor que siento ahora por mi familia. Sino que lo reforzará al abrazarlo y hacerlo visible.

Reconocer, dar espacio y validar los secretos, comprendiendo por qué fueron necesarios en su momento, es la mejor forma de librarnos a todos de las cadenas que por vergüenza y culpa nos inmovilizaron durante tanto tiempo.

Porque incluso nuestra vergüenza, y la herida de indignidad que protege, merecen y necesitan de nuestra comprensión, respeto y compasión. Y es que cualquier juicio y rechazo restituye y amplifica la indignidad y culpa que la sustentan.

Solo el amor sanará lo que con miedo ha sido dañado.

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