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  • Roger 

MERECIMIENTO

Y VALIDACIÓN

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El merecimiento hace referencia a la sensación interna de que yo valgo como ser humano, y que, por lo tanto, merezco ser amado y merezco ser feliz. Si en mi reside la profunda creencia de que no merezco, arraigada a la herida de indignidad infantil, es posible que de forma inconsciente termine boicoteando toda posibilidad de paz, felicidad y éxito.

¿Cuál es tu relación con el merecimiento? ¿Te lo has preguntado alguna vez? De eso depende, en cierto modo, que te permitas salir de la prisión del miedo para comenzar a andar el camino del amor hacia ti mism@ y tu propia historia de vida.

Cuando hablamos de merecimiento nos referimos a esa sensación interna de que valemos, de que somos poseedores de un valor y una dignidad inherente a nuestra condición de seres humanos, y que, por lo tanto, merecemos el amor, la paz y la felicidad como derechos inevitables en nuestras vida.

Cuando desde mi infancia he creído que no soy suficiente y que me falta algo para ser merecedor, he integrado en lo profundo de mi la invalidante creencia de que no soy digno, y por lo tanto, tampoco merezco que me ocurra nada bueno (herida de indignidad).

Cuando eso ha sido interiorizado, se trata de una poderosa fuerza inconsciente que, desde las sombras, se encargará de boicotear toda oportunidad de goce, felicidad y alegría.

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Desde lo más hondo de mi me estaré castigando, de un modo u otro, porque creo que no puedo ni debo estar en paz. Lo que nos lleva de vuelta a contactar con nuestro Niño/a Interior, a conectar con la carencia, la invalidez y la culpa que sintió en su infancia.

Y, sin darme cuenta, quizás termine juzgándome y limitándome a través de los mismos mecanismos, estrategias y patrones que lo paralizaron e invalidaron entonces a él; mecanismos que mi parte protectora (pero también controladora y juzgadora) adquirió de forma inconsciente.

CULPABLE DE MI IMPERFECCIÓN

El origen de toda invalidación es la desgarradora y paralizante culpa que sentimos por no ser lo que «deberíamos ser», ni obrar como se supone que tendríamos que hacerlo… por no hacer lo correcto, ser inadecuados y estar, en definitiva, errados o mal hechos. Una forma de vinculación con nosotros mismos que nos pasa factura bien pronto.

El castigo es la respuesta que sigue a la culpabilidad como su propia sombra. Por lo tanto, si me siento culpable, automáticamente ya me estoy preparando para hacerme pagar por esa culpa.

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Como una repetición infinita de los patrones que heredé en mi infancia, cuando siento que he hecho algo mal (o, incluso, que soy yo el que estoy mal hecho) una parte de mi busca y necesita un castigo para remediar y aligerar la culpa que siento. Un castigo que, demasiado a menudo, ni siquiera llega desde afuera, sino que me lo autoinflijo yo mismo (mayormente sin darme cuenta) porque eso es lo que creo que merezco.

Es el circuito que aprendí de pequeño (y que quienes me lo enseñaron, habían aprendido también en su misma infancia) y que continúa perpetuándose como un mecanismo infalible inconsciente, así como se produce mi respiración sin darme yo cuenta, o mi corazón sigue bombeando sangre más allá de mi control consciente.

La nuclear y profunda creencia de que la culpa se paga con un castigo, se ejecuta en todas direcciones: cuando creemos que alguien es culpable por algo, lo castigamos por un medio u otro. Y cuando sentimos que somos nosotros los responsables de algún imperdonable acto o conflicto, actuamos incluso con mayor virulencia y sin ningún tipo de compasión.

Por eso se dice que, por muy exigentes y duros que seamos con el mundo, jamás lo seremos tanto como lo estamos siendo con nosotros mismos. Porque aprendemos a relacionarnos y juzgar al mundo, a partir de como hemos aprendido a relacionarnos y juzgarnos a nosotros mismos.

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MERECER EL MALTRATO

Es, de hecho, este mismo sentimiento de invalidación el que lleva al agresor a actuar con violencia (hacia su propia vida y la de los demás), y a algunas víctimas a sentir que, a veces, pueden merecer esa violencia.

Porque incluso en una relación de agresor-víctima ambos roles comparten esa sensación de no merecimiento; aunque el agresor suele culpar al otro por su falta de valor o iniciativa (o lo que sea), es posible que la víctima se culpabilice a sí misma por no haber sabido salir de esa situación. Evidentemente no siempre es así, pero es una dinámica bastante habitual, sobre todo en situaciones de maltrato.

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De hecho, para comprender hasta qué punto está extendida la invalidación y el no merecimiento en nuestra sociedad, podríamos incluso referirnos al tipo de relación que establecemos con nuestro planeta.

No es casual que, como muchas personas ya han compartido antes que yo, nos estemos «castigando» globalmente al agredir y maltratar precisamente aquello que mantiene con vida nuestros cuerpos humanos.

Cuanto más indignos nos sentimos como humanidad (lo que no deja de ser una proyección de nuestras consciencias individuales), con más facilidad tendemos a dañar todo cuanto nos rodea y nos disponemos a expiar nuestras culpas perjudicando las condiciones de nuestro entorno, lo que repercute inevitablemente sobre nosotros mismos. Como vemos, la epidemia del no merecimiento se extiende por todo el mundo y la destrucción de nuestro propio hogar es buena prueba de ello.

Del mismo modo obramos individualmente con nuestro cuerpo e identidad cuando creemos que, como penalización por nuestra imperfección repleta de errores y fracasos, no merecemos disfrutar del amor, la alegría o la paz. Así es como se gesta el círculo vicioso con que nos maltratamos a nosotros mismos.

HERENCIA INVALIDANTE

Generalmente, las creencias de invalidación y no merecimiento no se sustentan únicamente por las experiencias de nuestra vida, sino que suelen ser herencia de mandatos familiares, a menudo inconscientes. Un sentimiento de inmerecimiento puede traspasarse de padres a hijos durante generaciones; justificado por distintas razones, dependiendo del caso, pero abrigando el mismo sentimiento profundo de «no merezco».

Por ejemplo, la idea de «ser inmerecedor» del amor puede repetirse de una generación a otra, detrás de una creencia inicialmente protectora (pero a todas luces limitante) como «todos los hombres son infieles» o «las mujeres son unas aprovechadas«. O incluso esta limitación al merecimiento podría ocultarse detrás de la convicción de que «solo puede haber amor si tienes una pareja sentimental«: aquí hallamos presunciones generalizadas como que en la soledad solo hay depresión o que ser soltero es una forma de fracaso personal.

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Existen innumerables sistemas de creencias que, dependiendo de cada persona, entretejen capas y capas de pensamientos que pueden invalidar nuestro derecho al merecimiento. Y, en realidad, el hecho de que provengan o no de nuestros ancestros tan solo puede ayudarnos a comprender un poco mejor la influencia que éstas fuerzas invisibles ejercen sobre nuestros hábitos y comportamientos.

Porque, más allá de dónde procedan, lo realmente importante es qué decidimos hacer nosotros ahora con cada una de esas creencias y las emociones que las acompañan. Desentrañar para qué sostengo esas ideas, qué me aportan y qué me impiden hacer, e incluso preguntarnos de qué nos protegen… Ya que, al fin y al cabo, soy yo quien usa, piensa y mantiene cada uno de estos pensamientos que siguen reforzando mi identificación con la invalidación y mi negativa al merecimiento.

LO CREO SI YA LO HE INTEGRADO

Recuerdo perfectamente que cuando era adolescente apenas me permitía atender ninguna idea positiva sobre mi. Descartándolos bajo la excusa de mi vergüenza o la exageración, o incluso desde la desconfianza del falso interés, simplemente ignoraba cualquier halago o piropo que llegara a mis oídos.

No podía dejar entrar nada que no estuviera en consonancia con la idea que yo ya había construido sobre mi. Es decir, una parte de mi tenía la absoluta convicción de que yo no merecía escuchar esas ideas agradables, afectuosas o complacientes. No me las creía porque yo era incapaz de ver eso en mi mismo. Ya que nada que no hayamos tomado internamente podremos recibirlo nunca desde afuera.

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Aunque a menudo nos creamos que, precisamente, necesitamos de alguien externo (pareja, amigos, jefes…) para recordarnos lo buenos o dignos que somos, dentro de nosotros sabemos que nunca nada de eso nos ha servido realmente. Quizás nos persuadan por un tiempo, pero pronto volvemos a necesitar otras voces externas que nos recuerden que valemos y somos adecuados. Pero si no nos lo creemos nosotros mismos, nadie jamás podrá convencernos de ello.

Durante años creí que yo era un «lobo solitario», que nunca encontraría pareja, ni que, a decir verdad, tampoco la necesitaba… puesto que me había convencido a mi mismo de que estar con alguien significaba anular mi propia libertad bajo el peso del compromiso y la obligación. Sin darme cuenta, me estaba negando a mi mismo el derecho al amor compartido.

Con el tiempo me di cuenta de que ese ideal del «lobo solitario» no era algo ajeno a mi familia, sino una creencia recurrente a mi alrededor. Mi abuela la estaba viviendo desde que se quedara viuda, mi madre desde que se separara, mi hermano porque no tenía novia, e incluso mi padre experimentaba algo parecido desde su percepción de aislamiento.

La semilla del no merecimiento, hacia el amor o la felicidad, llevaba mucho tiempo sembrada en mi entorno familiar. Y el dolor consiguiente comenzaba a ser inaguantable a pesar de todas mis estrategias para evitarlo. Para mi fue inevitable empezar a plantearme en qué había estado creyendo hasta entonces (yo y todo mi entorno) para entender por qué todos estábamos experimentando ese mismo patrón.

ESPACIOS DE INDAGACIÓN

Como hemos dicho, en primer lugar, puede ser interesante indagar en los programas del árbol genealógico, a fin de descubrir, comprender y soltar las cargas de nuestros ancestros en ese aspecto. Porque, aunque lo ignoremos, demasiado a menudo estamos dispuestos a tomar y repetir patrones familiares bajo el profundo compromiso de ser leales al clan.

La idea de estar consumando una traición hacia nuestra familia si faltamos a esos programas es mucho más poderosa de lo que parece a simple vista; aunque estemos peleados con la familia, o ni tan siquiera seamos conscientes de esas lealtades.

En segundo lugar, también es muy útil investigar, de nuevo, en la ganancia que obtenemos al sentirnos no merecedores. Siempre que mantenemos alguna creencia, emoción o patrón de conducta es porque nos aporta algún tipo de beneficio (intención positiva). Inspeccionar qué propósito interno, qué intención hay detrás de mi sentir, puede ser un buen camino para contactar con lo que sea que sostiene esa creencia interna.

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Quizás sintiéndome poco merecedor me estoy posicionando como víctima del mundo, y eso me aporta el placer culpable de recibir la mirada compasiva de otros. O quizás me ofrezca algún tipo de reconocimiento secreto que mitigue mi culpa, por el hecho de hacerme ver inocente a ojos de este mundo (otra forma de reconectar con el niño/a).

O quizás, simplemente, alimente mi personaje por medio de la culpabilidad, castigándome a mi mismo al impedirme gozar de la vida. Siempre hay algún tipo de ganancia, un propósito o intención que nos resulta positiva en cierto nivel. Que nos aporta reconocimiento e identidad, que nos permite mantenernos en lo conocido y evitar el desafío de ir más allá de nuestro personaje.

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Por eso es tan importante grabarnos esta incuestionable certeza en nuestra mente: Mereces la vida por el simple hecho de nacer. Mereces el amor solo por estar vivo. Las creencias inconscientes que te lleven a sentir incomodidad ante estas ideas, no hacen más que recordarte cuáles son los límites de tu personaje. Y cuáles son sus posibilidades.

El reto de expandirse más allá de ellos es siempre un desafío contrario al ego (porque rompe con su rígida identidad) pero los regalos y beneficios que entrega bien lo merecen.

 

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