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  • Roger 

ACOMPAÑARSE
ACOMPAÑANDO

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A veces creemos que un terapeuta debe saber más que su cliente. Y esa percepción oculta un riesgo en cualquier acto terapéutico: por un lado, pensarnos distintos de aquel a quien atendemos, y olvidarnos de que su «dolor» es también el nuestro; por otro, que el cliente considere que él no sabe, que solo está ahí para escuchar lo que tiene que hacer y recibir nuestra guía.

El mismo hecho de llamar a quien busca o pretende un acto terapéutico como «cliente» (o incluso consultante, puesto que no hace otra cosa salvo exponer una consulta) opera en esa dirección: cuando consideramos a la persona que tenemos delante «paciente», automáticamente esperamos de él que sea paciente, y le atribuimos una actitud pasiva y expectante, a la espera de obtener alguna solución de nuestra parte.

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Con esta reflexión no niego la posibilidad de establecer una relación terapéutica desde esa distinción de roles. Por supuesto que es posible, y muchos profesionales lo demuestran obrando desde una cierta directividad que les confiere su posición de autoridad.

El tema aquí es la sensación con la que puede quedarse nuestro cliente cuando nos relacionamos desde ahí: aunque «entregarse» a una autoridad en la que se confía es, en sí mismo, un acto de confianza (y solo eso ya puede llegar a sanar), a la larga, el cliente puede aprender que su evolución depende de la «sabiduría» del terapeuta y no la suya.

Una vez más, técnicas o herramientas más directivas pueden ser perfectamente válidas y útiles… pero siempre que sean puntuales y se planteen como una posible guía o estructura flexible que no se oponga al principio de que la terapia la facilita, sobre todo, el cliente.

RECUPERAR LA CONFIANZA

De muchos es sabido que si el cliente está cerrado o no pone de su parte (sin ánimo de entrar en un lenguaje culpabilizador: todos tenemos nuestras resistencias) por muy maravillosa que sea la técnica o el recurso que se le ofrezca, de nada le servirá.

A eso lo llamamos «picar piedra«, puesto que gráficamente expone el infructuoso esfuerzo de esculpir una escultura sin reparar en lo que necesita o pretende el modelo.

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Cuando nos ofrecemos a acompañar, otorgando la responsabilidad al cliente, se establece otro tipo de relación terapéutica. Desaparecen los salvadores y las víctimas, nos vinculamos como adultos, descartando la infantilización del cliente (eso no significa no explorar o abordar su parte infantil, llegado el momento) y le devolvemos el poder, compromiso y autoridad final a quien creía haberlos perdido.

Porque todo acto realmente terapéutico inevitablemente implica recuperar la confianza en uno mismo, una reconexión con la energía vital bloqueada (o rechazada) y el reconocimiento de la propia autoridad personal para con uno mismo.

Y ese camino no puede andarse mientras el cliente crea que él no sabe, que está a manos del omnisciente terapeuta, quien realmente sabe cuál es el camino y distingue entre lo que necesita y lo que no.

TÚ YA LO SABES

Es importante abrirnos a la comprensión de que todos y cada uno de nosotros, en lo profundo, ya sabemos lo que nos pasa.

Existe una inteligencia espiritual, una intuición inmutable y eterna, que es inherente a cualquier ser humano. A veces toma la forma de inspiración, otra de voz de la conciencia, pero reside en todos y es esencialmente sabia.

Sin embargo, desde nuestra percepción identificada con la materia, el cuerpo y la mente, nos extraviamos en las fantasías que proyectan nuestros pensamientos y quedamos esclavizados por unas cadenas que nos mantienen separados entre nosotros, y aferrados a la culpa y el miedo.

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Cuando un ser humano atraviesa una época de crisis, pánico o depresión es porque se ha identificado en exceso con los vaivenes de creencias e ideas frustrantes y desvalorizadoras de la mente. Cuando somos prisioneros de emociones dolorosas de baja vibración es porque antes creímos pensamientos que, en su momento, sirvieron de alimento para la constitución de nuestro ego identitario.

Nuestra sabiduría innata permanece entonces opacada bajo toda esa identificación con el ego. Por eso, cuando a través de una figura inspiradora (como podría ser un terapeuta) accedemos temporalmente a nuestra propia verdad, a veces podemos confundirnos y creer que se trata de la verdad del terapeuta.

Pero nadie (ni el mayor sabio o terapeuta del mundo) puede prender una llama de paz interna, si dicha luz no reside ya previamente en nuestro corazón. Su función es únicamente reflejarnos el fuego que sigue ardiendo (y que no puede apagarse) dentro de cada uno de nosotros.

Nuestra verdad es nuestra; nadie nos la puede entregar… Tan solo nos pueden recordar que aquí sigue, anclada a este momento presente, inmune a todas las proyecciones y delirios de nuestra mente pensante.

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TU HISTORIA: MI RELATO

Cuando decimos que el dolor del cliente y el nuestro son lo mismo, no tratamos de cuantificar o comparar la situación vital o las heridas emocionales de cada uno, sino de abrir la puerta a la empatía.

Porque más allá del grado de intensidad que esté experimentando cada uno en su percepción de malestar, desesperanza o desamparo, la sensación de estar desconectado del amor y la paz es una sola, y la capacidad de sostener dicha energía (atenderla, creerla, identificarse o soltarla) es también la misma.

Si yo he pasado por una experiencia de dolor profundo, y he sido testigo de los pensamientos de desánimo o de desgarro que la acompañan, entonces ambos hemos compartido este espacio de amargura y sinsentido al margen de la situación vital que parezca haberla provocado.

Todos somos uno en amor… pero también en el dolor que parece separarnos y aislarnos.

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Reconocer que tú y yo somos uno, que ambos (cliente y terapeuta) somos humanamente vulnerables e (im)perfectos, que compartimos experiencia física y emocional (más allá de la ilusión de las formas y aspectos), es equilibrar la balanza. Es comprender que cuando yo abrazo y atiendo mi dolor, a pesar de no entenderlo, en cierto modo también lo haces tú.

Hay pensamientos de un cliente que quizás un terapeuta no pueda comprender… Pero no hay sensación, emoción o sentimiento que no pueda explorarse y compartirse si uno se abre a revisar las mismas bases mortales e inseguras de nuestra condición humana.

Estar en paz con ello, es dejar de querer cambiar o salvar al cliente. Es estar en paz con su situación y abrir un resquicio para que también él pueda estarlo.

EL RETO DE LA PRESENCIA

Nuestro desafío, por lo tanto, radica en permitirnos estar presentes desde la humildad, la espontaneidad y la aceptación. Recordarnos que el acto terapéutico, ese milagro mágico que amplía percepciones y relaja, acontece cuando se está preparado para ello.

Y, hasta entonces, es necesario aceptarnos y cuidarnos (tanto al cliente como a nuestra expectativa de avanzar) en cualesquiera que sean las resistencias y dificultades, haciendo espacio para que se dé la magia

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Porque cuando yo, como terapeuta que acompaña, me permito estar con la angustia de no saber, la vergüenza de equivocarme o el miedo de que nada cambie y persista la frustración, y estoy en paz con ello, abro la puerta también a que el cliente pueda permitirse y relajarse en esos mismos espacios de juicio e incomodidad.

Y cuando nuestra mirada de acompañantes procede del amor y la compasión de abrazar la humanidad del cliente (y eso implica asumir y validar todas sus partes, que son también las nuestras) esa misma apertura puede dar lugar a que el milagro ocurra.

Y si no ocurre, quizás el milagro sea esta vez aceptar que también esto está en mi, y aprender a permanecer en paz con el conflicto.

CONFIAR EN EL NO SABER

Podríamos enumerar las siguientes cuatro ideas esenciales para facilitarnos cualquier tipo de acompañamiento terapéutico:

1. Permitirnos estar y sentir la vulnerabilidad de no saber.

Esa es la puerta que conduce a la inspiración. Reconocer que «a veces, no sé«, o que «eres tú quien, internamente ya sabe» puede servirnos para desafiar el perfeccionismo y autoexigencia clásica de aquellos que creemos saber información que debemos compartir para ayudar a otros.

Dicho movimiento persigue generalmente buscar la aprobación del otro demostrando nuestra «sabiduría»; es decir, pretende realmente subsanar una herida propia a través del reconocimiento del cliente («solo estaré satisfecho si el otro me expresa lo mucho que lo he ayudado»).

Como toda herida, secretamente estoy usando al cliente para evitar mi propio dolor.

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2. Confiar en la intuición que acontece.

Es decir, validar la información que llega, compartiéndola desde la honestidad y humildad, en lugar de juzgarla.

Es cierto que pueden darse interpretaciones y proyecciones (transferencias) que hablen más de nosotros que del cliente, pero en el error y la equivocación reside también la vulnerabilidad de nuestra humanidad

No somos perfectos, pero incluso una «equivocación» puede conectar al otro con aspectos de su propia historia que podrían resultarle de utilidad en el proceso.

Todo lo que acontece en el espacio terapéutico habla de ambos, por lo que puede ser empleado para revisar y reincorporar partes desatendidas u olvidadas.

LA DIVINIDAD DEL VÍNCULO

3. Recordarnos que es el otro quien sabe.

Lo que significa reconocer que yo tan solo acompaño a que el cliente recuerde su propia verdad… que, en realidad, es también la mía. Esto es esencial para recordarme de que yo no soy ningún salvador.

Porque incluso en la voluntad de ayudar y salvar al otro, reside la creencia de que el otro tiene un problema y «no está bien».

Ese tipo de relación puede ser útil al principio, pero termina derivando en un vínculo de apego nocivo y exceso de responsabilidad que dificultan el compromiso del cliente para consigo mismo.

Devolver la responsabilidad al cliente sobre su propio proceso, no desde la culpa sino desde la confianza en que el «avance» se dará de acuerdo al ritmo y tiempo que se precisen, es invitarlo a recuperar su propio poder y devolverle las riendas de su vida.

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4. Conectarnos con la Divinidad del otro...

… lo que nos lleva a conectarnos con nuestra propia divinidad y la del momento presente. El cliente siempre es reflejo de algo que ya está en mi. Si yo juzgo aspectos del otro, estoy eligiendo rechazarlos y descartarlos también en mi; me opongo, por lo tanto, a reconciliarme con partes de mi que aprendí a negar.

Abrirme a la divinidad del otro, significa honrar todas sus partes y reconocer que si ni siquiera sé qué es lo que más me conviene, ¿cómo voy a saber qué es lo que necesita vivir o aprender el otro?

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Es precisamente la entrega del vínculo y espacio terapéutico a la magia de la presencia e inspiración del momento presente, lo que derriba las ilusorias máscaras que parecen separarnos, y convierte la relación entre cliente y terapeuta en un «acontecimiento sagrado» en que ambos nos encontramos ante el espejo de nosotros mismos desde un lugar de reconocimiento y cuidado mutuos.

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