PATRONES
DE AGRESIÓN
Cuando en nuestra más tierna infancia recibimos violencia de nuestro entorno, aprendemos que la agresión es parte indisociable de la vida. Incluso podemos llegar a integrar que es una consecuencia natural o merecida a ciertas acciones o situaciones. Desde ese momento, un patrón de autoagresión queda marcado y establecido en nuestro interior.
De pequeños generamos una relación natural de confianza, apertura y entrega respecto a la vida y al mundo que nos acoge nada más nacer. Dependiendo de las causas o lugares en dónde se produjo nuestro nacimiento, este estado inicial podrá durar más o menos. Por supuesto no es lo mismo criarse en una sociedad con cierto nivel de bienestar, que hacerlo en un contexto de constante amenaza como podría ser un país en guerra. Ni tampoco será lo mismo crecer en una familia en que esté presente la violencia que en otra donde reine cierta paz y tranquilidad.
En general, cuando nacemos solemos establecer un vínculo de profunda conexión con los adultos que nos acogen y nos introducen en el mundo; y mientras nuestras necesidades como seres vivos son satisfechas, nuestro vínculo con la vida se mantiene confiado, seguro y relajado. Podemos decir que vivimos en un estado de confianza.
¿Pero qué ocurre cuando acontecen las agresiones?
ESTADO DE SUPERVIVENCIA
El dolor es tan profundo, que necesitamos cerrarnos para poder sobrevivir. Y al cerrarnos para defendernos, nos desconectamos inevitablemente de la fuente de energía y autenticidad que nos caracterizaba. Como niños dejamos de confiar en que la vida nos va a cuidar, comenzamos a protegernos cubriendo nuestra parte más sensible y vulnerable, mientras tratamos de anticiparnos a cualquier posible nueva agresión que pueda llegar.
En cierto modo, nos refugiamos y enemistamos con el mundo, con tal de evitar sentir el desgarrador dolor de la separación de ese bienestar interno con el que, en esencia, estábamos vinculados. Dejamos de confiar en la vida. Pasamos a un estado de supervivencia.
El estado de supervivencia se caracteriza por el miedo: empezamos a vivir internamente aterrados, asustados de que nos agredan nuevamente, a la espera de que llegue otro abuso, de que alguien se aproveche de nosotros, de que nos abandonen de nuevo, o nos traicionen, o nos engañen, o nos traten mal, o nos peguen, o se burlen, o… Hay tantas formas de agresión y abuso, como tipos de maltrato. Lo importante es comprender que ese pánico interno, cubierto de una dura coraza para disimularlo y pasar inadvertidos, es algo aprendido en algún momento de nuestra infancia.
Y como aprendizaje que es, también se puede desaprender. Pero para ello es preciso entender antes que no es la única alternativa. Existe la posibilidad de reconectar con el estado de confianza previo a la primera agresión. Pero, para volver a él, antes necesitamos comprender cómo nos agredimos también nosotros, la mayor parte de las veces.
UN ESPEJO DE REPETICIONES
Me acuerdo de que, en mi infancia, cuando las agresiones empezaron a ser periódicas y habituales, un enorme miedo se instaló en mi. Era miedo a morir, a no sobrevivir al mañana. Pero bajo ese miedo había varios aprendizajes inconscientes que se habían establecido en mi ser; el primero de ellos: «el mundo es un lugar peligroso«.
En algún lugar de mi, pensaba: «si sufro todo esto en mi casa, ¿qué se supone que voy a vivir fuera de ella?» Ese patrón de agresión que adquirí en casa, pronto se extrapoló también al exterior. Se reproducía de la siguiente manera: acontecía la agresión, me quedaba en shock, bloqueado, incapaz de reaccionar, y cuando lograba moverme de nuevo, caían la vergüenza y la culpa que, como losas, volvían a dejarme petrificado, impedido e impotente.
Un profundo sentimiento de desvalorización e indignidad fueron creciendo en mi, y empezó a gestarse la dura percepción de que había algo profundamente equivocado en mi, y, por lo tanto, no merecía otra cosa salvo lo que me pasaba.
Debió ser en esos instantes cuando comenzó a hacerse evidente que la fuente de las agresiones estaba modificándose: empezaba a ser yo el que me agredía a mi mismo con pensamientos y creencias que me dejaban igualmente bloqueado, avergonzado y culpabilizado.
BUCLE INTERIORIZADO
Tarde o temprano, llega el momento en que el patrón de agresión es interiorizado y lo hacemos propio. De alguna manera ya no necesitamos un foco de abuso y maltrato externo, porque nos convertimos en nuestro peor enemigo.
Porque el otro aprendizaje inconsciente que se establece en nuestro interior, hermanado con la creencia de lo peligroso que es el mundo, tiene que ver con lo profundamente erróneo que soy yo. «Hay algo mal hecho en mi» o incluso «Soy un error» son ideas desgarradoras, muchas veces inconscientes, que nos llevan a la enormemente dolorosa sensación de que somos indignos como seres humanos y que, por lo tanto, no merecemos nada bueno en esta vida.
Y aunque también nos produzca dolor hacer consciente este patrón, es absolutamente necesario darnos cuenta de ello para poder sanarlo. Somos nosotros quienes nos agredimos con pensamientos que atacan nuestras capacidades y nuestro potencial, que cuestionan nuestra libertad y poder personal, que niegan y desvirtúan nuestro derecho a ser felices y vivir en paz.
Nos boicoteamos y bloqueamos a través de esos maltratos que nos infligimos. Y ante dicha parálisis y bloqueo, como nos es conocido (incluso confortable por familiar), terminamos abandonándonos, tratando de olvidarnos de nosotros mismos y nuestro dolor hasta sumirnos en las nuevas culpas que vendrán después para regañarnos por no haberlo hecho mejor.
La peor agresión ha pasado de proceder del exterior, a instalarse en nuestro interior.
TOMA DE CONSCIENCIA
Pero es gracias a esta comprensión, cuando por fin nos damos cuenta de lo que nos estamos haciendo en secreto y sin ser conscientes de ello, que podemos hacer algo al respecto.
Como decía: comprender cómo funciona (cuándo se activa y qué pasos sigue) nuestro patrón de autoagresión, puede parecernos doloroso, pero también es liberador.
Lo primero es reconocer qué cosas nos decimos, de qué manera nos hacemos daño, qué palabras o ideas usamos en nuestra contra.
En segundo lugar, necesitamos entender qué obtenemos a través de esas mismas creencias interiorizadas. Cualquier pensamiento, por perjudicial o dañino que sea, nos aporta algo a cierto nivel. Si no lo hiciera, ya no lo usaríamos… Aunque parezca una locura sin sentido, la creencia más autodestructiva está ahí porque nos ofrece algo a nivel identitario… y, a pesar del dolor que genera, se mantiene porque ganamos algo interno a través de ella.
Qué es lo que obtenemos es un aprendizaje indispensable para entender por qué razón seguimos identificados con ello, y nos resistimos a soltarlo.
Finalmente, en tercer lugar, todos esos pensamientos e ideas con que nos atacamos señalan hacia las heridas de la infancia que aún no sanaron, así como las emociones que entonces no pudimos (ni supimos) vivenciar o asimilar.
Al reconocer aquello que nos decimos, seguramente descubramos opiniones o frases que nos resuenen de nuestra infancia: quizás aquellos juicios de nuestros padres, o aquellas mismas recriminaciones, o aquellas voces de rechazo de hermanos, familiares o incluso otros niños/as… O puede que no sean las mismas palabras, pero sí se repitan las heridas y los dolores derivados de ellas: sensaciones de vergüenza, de culpa, de miedo o ira… Lo importante es entender qué no están ahí por casualidad, y que si se repiten, es para que podamos mirarlas, hacernos cargo de ellas para sanarlas y finalmente liberarlas.
Necesitamos atender dichas heridas, y para ello es esencial explorar, adentrarnos y expresar todas las emociones que las mantienen abiertas.
Solo así, recorriendo este camino, aprendemos a sanar nuestro dolor, abandonar el estado de supervivencia cuyo miedo nos consume y paraliza, a fin de recuperar el estado de confianza que nos devuelve a la capacidad de apertura, autenticidad y gratitud que nos daban vida cuando fuimos pequeños.